Tengo fe y creo en el poder de la literatura

Este autor habla de su más reciente novela, Vientos de cuaresma (Tusquets, 2001), con la cual cierra su tetralogía Las cuatro estaciones, que también incluye Pasado perfecto.

Para los que se inician con Vientos de cuaresma en la saga literaria de Mario Conde, ¿podría definirnos el sentido más profundo de este policía cubano y la relación que guarda con su tierra?

—Mario Conde es un extraño policía, que detesta la represión y la violencia, y que pierde con frecuencia su pistola. Es un policía que se siente un escritor frustrado, y vive revolcándose en sus nostalgias. Es un hombre que rinde culto a la amistad y que, para colmo, es un policía no ya decente, sino incorruptible, porque nada de lo que usualmente corrompe a la gente le interesa: ni el dinero, ni el poder, ni el lujo. Es un habanero por los cuatro costados, le encanta recorrer su ciudad, mientras sufre al verla deteriorada, en vías de extinción. Todo eso hace de él un personaje casi irreal, más bien metafórico, pues no se parece mucho a los policías que todos conocemos. Y es que Mario Conde es un personaje empecinadamente literario, diseñado para servirme de intermediario, de voz y mirada, en el diálogo que mis libros establecen con la realidad cubana. Por eso, sin ser mi alter ego ni mucho menos, es un tipo bien cercano a mí, a mis intereses y sensibilidad, y con el cual tengo una maravillosa relación autor-personaje.

—Han pasado poco más de diez años desde que se inició su tetralogía. En este sentido, ¿cuáles son los hallazgos literarios más importantes que le ha dejado esta saga y, principalmente, la vida del Conde?

—Ahora existe una cuarta novela, ya fuera de la serie —ocurre en el año 1998 y el Conde ya no es policía— que se titula Adiós, Hemingway, y que acaba de salir publicada en Brasil. Cada una de estas novelas significó un reto, un aprendizaje y la necesidad de mantener una coherencia en el salto de una a otra, a través de más de diez años de trabajo en los que, como escritor, yo mismo fui evolucionando. Respecto del personaje, es evidente que de novela en novela su desencanto crece, su escepticismo lo domina cada vez más, pero se mantiene fiel a los atributos que lo caracterizan desde la primera aventura: fuma y bebe como un descosido; ama a sus amigos y rinde culto a la amistad; odia las estrategias de supervivencia que implican la deshonestidad y el oportunismo; se hace cada vez más flaco; mantiene una extraña fe en el poder redentor de la literatura y se pregunta con más insistencia por qué es policía 
—hasta que se convierte en escritor. Lo más importante, sin embargo, fue descubrir, de novela en novela, que Mario Conde empezaba a vivir su propia vida, a ser más una persona que un personaje, y por eso en sus historias lo estrictamente policial cada vez es más subalterno de una trama mayor, que siempre tiene que ver con las obsesiones de este hombre.

—¿Cómo podría ubicar esta última novela de su tetralogía en relación con las otras?

—Esta es quizás la novela “clave” de la serie, pues fue la que me permitió realizar a cabalidad el ensayo de meter la historia policial dentro de otra historia, en este caso de amor. Mi intención última era escribir novelas en las que el Conde trabajara en una investigación determinada, pero sin que la misma fuera el motivo central, sino el pretexto para llegar más 
allá, para profundizar en actitudes, conflictos, sentimientos que atañen a un personaje como éste. Por eso, si Vientos... es una novela de amor, creo que Pasado... es una novela de nostalgia, mientras Máscaras es un libro sobre la represión y el valor de la literatura y Paisaje... una obra sobre la amistad.

—Dicen sus editores que a través de Mario Conde usted ha ofrecido una visión inédita de la vida cotidiana en La Habana actual, muy distinta de la que nos muestra la propaganda turística, ¿esa era su intención?

—No sé si llego a tanto, pero al menos sí quise dar mi visión de un mundo que conozco bien, pues llevo viviendo en él todos los años 
—que cada vez son más. Para mí La Habana no es un escenario literario, sino un espacio de vida; no es una fotografía, inmóvil, sino un torbellino de imágenes, personas, actitudes, nostalgias. La Habana es mi ciudad y, por fortuna, es una ciudad donde lo literario está a flor de piel. Quizás lo novedoso de mis novelas sea que a través del género policial yo entré en una Habana criminal que no tiene nada que ver con gángsters y delincuentes de capa y espada: entro en La Habana oscura y sórdida de la corrupción, la degradación moral, de la ruina física de su entorno, pero lo hago con los espejuelos de la nostalgia y el amor. Y, claro, es un ejercicio que no tiene nada que ver con las postales turísticas o ideológicas que habitualmente se magnifican de una ciudad.

—Finalmente, si el Conde alberga una subrayada vocación de escritor, ¿usted no se siente como un sabueso, en el mejor sentido de la palabra, con la literatura como fusil, tras las pistas que lo ayuden a entender y definir a la Cuba de hoy?

—Nada más alejado de un policía que este servidor: soy el antipolicía por excelencia. Aunque, como tú me lo planteas, creo que en el fondo sí tengo algo de fisgón, pero más cercano al detective privado que al investigador oficial: porque no recojo huellas ni trabajo en un laboratorio, sino que voy por ahí husmeando, oyendo, pensando, para luego escribir mis historias. De alguna manera todo escritor de policiales que se imponga una visión social, tiene que realizar ese trabajo “de campo” antes de escribir. Si ese ejercicio y la escritura al final se convierten en un modo de entender o definir la Cuba de hoy, pues me siento satisfecho.